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Aunque tienen diferencias evidentes, ETA intentó emular al IRA en algunos de sus peores atropellos. En ocasiones, de aquella copia salió una versión chapucera del terrorismo que, sin embargo, añadió más drama al asunto. En 1993, tras la Declaración de Downing Street que se leería a posteriori como el prólogo del
proceso de paz, hubo diecisiete meses de tregua que el IRA rompió con un atentado en el barrio financiero de Canary Wharf, en Londres. La negociación estaba estancada y el IRA pretendió demostrar su fuerza así, con una potente bomba. Murieron dos personas, Inam Bashir y John Jeffries.
ETA hizo prácticamente lo mismo en la tregua del 2006, que rompió con un atentado en la terminal 4 del aeropuerto de Barajas al colocar una furgoneta bomba en el aparcamiento. La fecha, un concurrido 30 de diciembre. En esa ocasión murieron dos hombres ecuatorianos que, por no tener, no tenían ni un sitio para dormir dignamente, ya que habían pasado la noche en sus respectivos coches. Diego Armando Estacio había nacido en el barrio marginal de Machala, en Ecuador, en una casa con ladrillos desnudos y agujeros en las ventanas.

Carlos Alonso Palate fue la otra víctima que murió bajo los escombros de ese pulso sangriento que ETA diseñó. Carlos era de un pueblo de los Alpes ecuatorianos, lleno de polvo y rodeado de piedras. Picaihua se llama. Su madre viajó hasta Madrid para identificar el cuerpo de su hijo. Era la primera vez que salía de su pueblo porque, pobre hasta las cachas, era Carlos quien alimentaba a toda su familia.
En su delirio, el IRA trató además de imponer una especie de seguridad pública propia. Para ese trabajo, al que se dedicaron con mano dura, actuaban contra los robos y el consumo drogas. Pero, violentos como eran, el exceso solía imponerse a su orden.
Juzgaban como lo hacían los Tribunales Militares del franquismo: ellos eran los jueces, marcaban las normas a seguir, no cabían pruebas contrarias ni existía un esfuerzo probatorio, no había posibilidad de recurso y, por supuesto, la sentencia estaba decidida de antemano
Y, aunque las dos organizaciones tienen diferencias evidentes, en esto ETA tampoco fue muy original. En su particular estrategia de seguridad pública, se dedicó a matar a personas a las que acusaba, en la mayoría de las ocasiones sin fundamento, de chivatos o traficantes. Así fue engordando la lista de damnificados por su locura. Juzgaban como lo hacían los Tribunales Militares del franquismo: ellos eran los jueces, marcaban las normas a seguir, no cabían pruebas contrarias ni existía un esfuerzo probatorio, no había posibilidad de recurso y, por supuesto, la sentencia estaba decidida de antemano. Alguien era chivato, policía secreta o camello que colaboraba con la Guardia Civil porque ETA lo decidía, y nada más.
En 1973, ETA mató a los jóvenes gallegos Fernando Quiroga, José Humberto Fouz y Jorge Juan García porque estando en San Juan de Luz los confundieron con policías. Sus cuerpos, 48 años después, aún están desaparecidos.

En 1981, otros tres chicos jóvenes que iban vendiendo libros a domicilio en Tolosa, Pedro Conrado Martínez Castaños, Juan Manuel Martínez Castaños e Ignacio Ibarguchi, fueron asesinados al ser confundidos también con policías.
Al panadero gallego que vivía en Rentería, Cándido Cuña le intentaron matar dos veces: una en 1979 y otra en 1983. La acusación no podía ser más estrambótica: vender pan a la Guardia Civil. A Luis Domínguez Jiménez lo mataron en Bergara en 1980 por ser “amigo de guardias civiles”. En 1983, en Irún, asesinan a Lorenzo Mendizábal porque en su carnicería compraban guardias civiles. Ramón Díaz fue asesinado con una bomba lapa puesta en su humilde Ford Orion en el año 2001 porque era cocinero en la comandancia de Marina, nada más, solo por eso.
Ramón Díaz fue asesinado con una bomba lapa puesta en su humilde Ford Orion en el año 2001 porque era cocinero en la comandancia de Marina
El pueblo guipuzcoano de Pasajes es oscuro y lluvioso, hecho de inmigración y marineros. En 1985, Ángel Facal, Gelín, con 42 años, iba todas las tardes a comerse un bocadillo a un bar decadente del pueblo. Se quedaba fuera porque aprovechaba para liarse un porro y fumárselo. Delgado, con el pelo desarreglado y barba larga, Ángel caminaba por el pueblo arrastrando los pies porque su dependencia a las drogas le pesaba más que la lluvia que caía incesante. A eso se dedicaba, a encontrar algo de dinero para comprarse el bocadillo y el hachís para el día, aunque en los últimos tiempos se había pasado al caballo. El 26 de febrero, Idoia López Riaño, La tigresa, le pegó un tiro en la cabeza. Gelín ya no volvería a ese bar a comer ese bocadillo porque ETA le había acusado de ser un instrumento de la represión del Estado opresor, a él, que no tenía ni para merendar en un bar viejo de su pueblo.
Cuanto más absurda era la acusación, más miedo se generaba y más intimidatorio se volvía el ambiente. El terror actúa como un disolvente de la libertad porque en el miedo, en la cabeza gacha, es donde crece con comodidad. Esos asesinatos de gente común buscaban precisamente eso, que todos fuéramos cobardes porque la pistola y la lengua acusatoria podían apuntarte en cualquier momento.
Cuanto más absurda era la acusación, más miedo se generaba y más intimidatorio se volvía el ambiente.
Así que, entre acusaciones de tráfico de drogas y chivateo que estiraron hasta el infinito, ETA aplicó su propia justicia popular a docenas de personas. Una actitud que a veces escondía una chapuza evidente y otras, el ánimo de ejercer un control social dictatorial. Porque también los parias de la tierra estuvieron bajo el yugo de ETA.
Escrito por Joseba Eceolaza, miembro de Gogoan por una memoria digna
Este artículo ha sido publicado en Diario de Navarra, Diario de Noticias, El Correo y Diario Vasco.






Creo que, acostumbrados en las últimas décadas, hasta épocas relativamente recientes, al cómputo regular de asesinatos a manos de ETA y, en mucha menor medida, del GAL y otros grupos, hemos banalizado, y muchos han aceptado casi como normal, ese acto trascendental que supone el que alguien decida que tiene derecho, en aras de un bien superior, a quitarle la vida a otro ser humano. En mi opinión, ese punto es de una enorme trascendencia y una serie de detalles en la serie, por ejemplo, alrededor del asesinato de Pardines, se entienden directamente relacionados con el trauma que implica ese paso. Así, cabe interpretar el tema de las anfetaminas y la actitud de Etxebarrieta frente a Pardines y su histérica reacción posterior al asesinato, no tanto como una frivolización y una ridiculización del personaje, sino como un reflejo del impacto que en cualquiera puede tener la conciencia de haber decidido la posibilidad de matar a alguien y de enfrentarse a la realidad de llevarlo a cabo. Tiendo a pensar que, salvo para los psicópatas (y supongo que habrá un porcentaje -no desdeñable- en las organizaciones terroristas), la posibilidad de matar a alguien debe suponer un trauma profundo, incluso si se justifica la acción por una razón política de orden absoluto y superior.

Cuando mataron a Juan Manuel García en San Sebastián, la viuda juntó en una mesa a todos sus hijos y les formuló la siguiente pregunta ¿queréis que nos vayamos?, porque en los 80 el miedo era tan libre que a veces era mejor viajar. Después de que ETA asesinara a López de Lacalle, alguien pintó en su calle “Lacalle jódete”; no debían de tener suficiente con el tiro en la nuca. La familia de Mikel Zabalza acudió días después de su detención al cuartel de la Guardia Civil a preguntar por su paradero, “búsquelo en objetos perdidos” le contestaron. En la tumba de Ordoñez, alguien escribió “devuélvenos la bala”. A Ainara Carrasco alguien en fiestas de Arrasate se le acercó y le susurró un Gora ETA humillante, sólo hace diez años.

Por eso conviene no tener la tentación de la equiparación, o aun peor, de la compensación del dolor, de ahí que sea necesario fijar con nitidez la frontera que separa a una víctima de la violencia de alguien que ha sufrido por la violencia. Y no sólo es una cuestión de preposiciones. Porque contar víctimas sin ese rigor, en realidad, es la mejor forma de despreciar un caudal sufriente que todavía está a flor de piel. Generar espacios de empatía entre víctimas exige ese paso previo.
Aquí no han existido violencias cruzadas, ni dos ejércitos legítimos que se han enfrentado, ni mucho menos un enfrentamiento entre dos pueblos, ni tampoco una responsabilidad diluida en que “todos cometimos errores”. Que haya sufrimiento y víctimas de la violencia policial, no supone que tengamos que hacer un relato igualador, porque las víctimas no se compensan, en todo caso se suman. Como dice Carlos M. Beristain “el reconocimiento de la pluralidad del sufrimiento de violaciones de derechos humanos cometidas y el asumir la responsabilidad del estado en ello no tiene por qué suponer igualar los mecanismos de victimización ni aceptar simetrías o decir que todo ha sido igual.”
que vienen sonando desde hace un tiempo tocadas por el Foro Social y los Artesanos por la Paz que han nacido recientemente en Iparralde. No se puede obviar el hecho de que hayan surgido justo, justo cuando terminó la «actividad armada». Mientras esta existía, no dijeron ni pío. O sí? Y, como en Aiete, Brian Currin vuelve a hacer acto de presencia. Este aditivo pretende ser el hilo de unión entre Aiete y esta representación que tienen preparada para mayo.
a los muertos, los heridos y las víctimas que han causado las acciones de ETA«, pero llegan con muchos años de retraso. Las familias de las víctimas, muchas, han sufrido la sádica falta de respeto a sus muertos durante años y años sin ningún tipo de piedad, sin rasgos de humanidad. Muy tarde ya. De hecho, ya no tienen significado real.
responsabilidad alguna. También hemos provocado graves daños que no tienen vuelta atrás. A estas personas y a sus familiares les pedimos perdón.» Sin participación directa en el conflicto, sin responsabilidad alguna… Debemos suponer que se refieren a todos los niñ@s asesinad@s aunque fueran hij@s de guardias civiles, a las de la cafetería Rolando de Madrid (1974), a las víctimas de Hipercor (1987), a Margarita González Mansilla (1995), a Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio (2006), a todas las personas asesinadas por pasar por el sitio en el que explotaría la bomba y a todas aquellas que ETA asesinó equivocadamente, tal y como ella misma reconoció.







Ayer, 4 de febrero, un grupo de ciudadan@s vasc@s realizaron un pequeño recorrido por algunas calles de Bilbao recordando a un grupo de víctimas del terrorismo.