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“Hacer sufrir es la única manera de equivocarse”
Albert Camus
Hay quienes hacen del relato sobre la violencia de motivación política una batalla por el pasado, pero en realidad el relato siempre debería tener puesta la mirada en el futuro, en la fijación de unos valores que hagan que nuestra convivencia sea mejor. Quienes quieren justificar un pasado lleno de violencia a través del relato están abocados a pegarse siempre contra la misma pared; contra la pared de la insensibilidad. Porque, con esa pretensión, el relato siempre será esclavo de los horrores del pasado que ellos mismos callaron, justificaron o animaron.

El Correo
Los procesos de construcción de memorias son algo abierto, en constante revisión, por eso son inútiles los intentos de quienes quieren clausurar el pasado planteándonos un empate infinito o una neutralización de la responsabilidad ante el ejercicio de la violencia y el odio, en el que lo mismo tuvieron la culpa quienes se enfrentaron en la calle y en silencio a la violencia, como quienes animaron a ETA a matar.
Es habitual que quienes han estado dentro del desastre de la violencia de ETA quieran pactar una equiparación, eliminando así una frontera ética evidente. Sucedió con el franquismo en la transición,
cuando se nos intentó colar el relato de los dos bandos, de la guerra entre hermanos, de las muertes por envidia. Y sucede ahora con quienes tratan de contar víctimas a su favor para dar la sensación de que esto era una guerra entre dos ejércitos legítimos, en la que ellos, por supuesto, luchaban a favor de un bien justo por el que merecía matar, morir y resistir. Una locura, porque eso es tanto como dar por buena la venganza o la pena de muerte en democracia.
No estamos ahora en un periodo fundacional, pero sí que estamos en un momento de transición en el que toca consolidar unos valores. Construir un andamiaje ético, no sólo tiene que ver con la consideración hacia el uso de la violencia, tiene que ver también con la valoración que hacemos sobre las ideas y actitudes que han propiciado tanto horror.
Por eso la restitución hacia las víctimas de ETA pasa también por la dignificación social y moral. Es obvio que la mayoría de estas víctimas han tenido unas políticas públicas que les han protegido, pero es obvio también que no han tenido “prestigio social”. En numerosas ocasiones se les ha despreciado, el insulto de “español” ha jugado a dedo apuntador, o peor aún, a diana social. El desprecio al otro ha sido la base de las relaciones políticas de quienes han ido en el mismo tren con ETA, no fue algo generalizado, pero sí un elemento diferencial.
Desde posiciones cercanas a ese actuar se entiende el relato como algo instrumental, sólo como un elemento que permite darle sentido a las barbaridades que en nombre de la independencia y el socialismo se cometieron. Mirarse al espejo desde el autoengaño habitualmente es reparador a corto plazo, porque siempre habrá una agresión “en el otro lado” que cuenta más que lo que hicieron “los nuestros”, pero es una ruina moral. Creer que todas las víctimas eran Carrero Blanco tranquiliza las conciencias de quienes no podrían soportar, o no querrían saber, que en su nombre fueron asesinadas una tras otra hasta 842 personas más.

De ahí que siempre haya creído que contar los detalles de la violencia es tan importante como las cifras globales. Muchas víctimas de ETA cuentan que el asesinato y el posterior desprecio social fueron todo uno. A las pistolas, al impuesto revolucionario, al coche bomba se le sumó la hostilidad social. Es conocido el caso de José Luis López de Lacalle; tras asesinarlo apareció una pintada en su portal que decía “Lacalle jódete”. Por eso el resto de la sociedad tenemos que hacer el esfuerzo por describir y contar, aunque cansemos, las crueldades que hubo alrededor, o antes, o después de los tiros.
La memoria siempre debería ser cálida y construida desde la cercanía ante el dolor. El sujeto-víctima debería constituir por eso un espacio de consenso moral, un lugar de encuentro. Y las llamadas a la impunidad y no esclarecimiento dificultan la necesaria reconstrucción del tejido social dañado por años de violencia y odio.

Noticias de Gipuzkoa
Joseba Azkarraga, portavoz de Sare afirmaba en agosto que “cada preso debe actuar de manera individual en la búsqueda de avanzar y mejorar su propia situación con las líneas infranqueables de no arrepentimiento y no delación”, marcando así una línea roja que no ayuda a abordar la necesaria convivencia.
Confundir la legítima y justa defensa de los derechos de las personas presas, en cuanto personas encarceladas, con la narrativa de la violencia hace que se pierda una ocasión propicia para avanzar en la convivencia y el cierre de heridas. Porque vetar la vía Nanclares, a la que se acogieron varios presos, que inició un camino de perdón y reconciliación sincero, no darle valor, condenar a sus protagonistas al aislamiento personal y político, no querer sentarse a escucharles apunta a una rigidez que no facilita una reconstrucción del sedimento ético necesario para superar periodos de violencia.
No hubo ninguna justificación para matar al que pensaba diferente, no hubo ninguna justificación para sumar a la muerte el desprecio, el vacío y el odio y en el reconocimiento de ese hecho no puede interponerse ninguna visión parcial y deshumanizada. Reconocer, apoyar y relatar que hubo otras violencias, y que hay víctimas de la violencia policial a las que se les ha coartado el derecho a la verdad y a la justicia no puede, jamás, servir como excusa para no abordar las tareas de quienes estuvieron pegados a la crueldad que supuso la mera existencia amenazadora de ETA.
Joseba Eceolaza, miembro de la asociación Gogoan, por una memoria digna
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Este artículo fue publicado en Noticias de Navarra el 28 de enero de 2019]




En diciembre del año 2000, la coordinadora Gesto por la Paz organizó por primera vez en la calle un acto específico de solidaridad y memoria hacia las víctimas de la violencia con finalidad política. Por entonces, era poco frecuente ensalzar la memoria, buscar el reconocimiento y pedir reparación para las víctimas de la violencia, especialmente para las asesinadas por ETA, que ya para entonces era quien mataba en exclusiva. De hecho, los nombres de las personas muertas, sus vidas, sus viudas y sus feudos pasaban desapercibidos para casi la totalidad de la sociedad vasca. También para el resto de España, dicho sea de paso, sin ánimo alguno de polemizar, pero atestiguado por muchas de ellas. En aquel acto, próximo a las navidades, declaramos la necesidad de activar tanto la figura de la memoria con el objeto de realizar el necesario desagravio hacia ellas, como el reconocimiento de su sufrimiento, absolutamente injusto. Reclamábamos como tarea cívica el hecho de recoger los testimonios de las personas que se quedaban aquí, entre nosotros, solas y con la muerte social a cuestas.
Era imprescindible abandonar los anonimatos de hombres y mujeres, niños, padres, madres… que ellas y ellos empezasen a relatar y nosotros a oír todo aquello que resultaba duro de asumir: estaban solas y la desmemoria, la indiferencia, el miedo o la desdeñosa justificación del resto de la sociedad, los expulsaba por segunda vez del “paraíso” civil. Nuestra memoria colectiva estaba incompleta, huérfana de palabras y lágrimas de esas personas que sufrieron lo indecible, siendo ellas las que se llevaron la peor parte de un ataque contra casi todos. Había una grieta entre su dolor y nuestra indolencia.

Vuelvo al principio: cuando en diciembre de 2000 Gesto por la Paz organizó aquel primer acto en solidaridad por las víctimas, se entregó a cada asistente un pensamiento, una flor, con un lema: inoiz gehiagorik ez, nunca más; pretendía ser una evocación a la memoria, un compromiso con ella, esa que enseña a no olvidar, porque si lo hacemos, si nuestros hijos e hijas ya no saben qué ocurrió aquí, puede que no perciban el olor de la justificación de la violencia en los suyos dentro de unos años. Lo acaban de decir los jóvenes que asistieron a los relatos de las víctimas en las aulas: “No sabíamos del dolor de tanta gente”. Pues eso. Memoria como antídoto de repetición de errores. Memoria, en consecuencia, como responsabilidad hacia quienes más sufrieron –y sufren- y hacia el porvenir.