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Gogoan-por una memoria digna

~ Por una memoria digna como derecho de las víctimas y de la sociedad vasca en general. Una memoria que deslegitime la violencia y que sea pedagógica para prevenir situaciones como las vividas en Euskal Herria los últimos 50 años.

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Archivos de etiqueta: Irlanda

Un libro y una serie a propósito de una desaparición forzada en el marco del conflicto violento norirlandés

06 lunes Ene 2025

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derechos humanos, Irlanda, terrorismo, Víctimas

Jon Arrizabalaga

Patrick Radden Keefe, No digas nada. Una historia real de crimen y memoria en Irlanda del Norte, Reservoir Books, 2020 (versión original inglesa: Say Nothing. A true History of murder and memory in Nortern-Ireland, HarperCollins, 2018). Mejor libro del año 2019 según The New York Times, The Washington Post, The Times y Time Magazine.

Joshua Zerumer et al. (dirección), No digas nada / Say Nothing. Coproducción Estados Unidos – Irlanda. Thriller | Basado en hechos reales. Terrorismo. IRA. Años 70. Años 80. Años 90. Miniserie de TV (2024). 9 episodios de 45 minutos. Distribuidora: Disney+

De naturaleza nacionalista interétnica y con origen en el proceso de descolonización del Imperio británico, el conflicto violento norirlandés enfrentó, a partir de finales de la década de 1960, a los unionistas de Irlanda del Norte, protestantes descendientes de la colonización británica del Ulster en el siglo XVII y partidarios de continuar formando parte del Reino Unido, con los republicanos irlandeses, en su mayoría católicos y partidarios de integrarse políticamente en la República de Irlanda. Ambos bandos recurrieron a las armas, y este territorio se hundió en una espiral de violencia que causó casi 4.000 muertos y más de 47.000 heridos, la mayoría de ellos jóvenes, a lo largo de tres décadas (1968-1998). En 2011, la Comisión de Víctimas estimó que el conflicto había causado unas 500.000 víctimas solo en Irlanda del Norte, entendiendo por tales las directamente afectadas por “duelos”, “lesiones físicas” o “traumas”.

El ciclo violento, conocido como la época de “los Problemas” (The Troubles), se abrió el 8 de octubre de 1968, cuando la policía de la RUC (Royal Ulster Constabulary) reprimió brutalmente en Londonderry una manifestación en defensa de los derechos civiles de la minoría católica norirlandesa. El recrudecimiento y extensión de la violencia a Belfast, la capital, llevó al despliegue y ocupación de la provincia por el ejército británico durante 38 años (hasta 2007), por más que la espiral violenta se cerrara nueve años antes, con la firma del Acuerdo de Viernes Santo el 10 de abril de 1998, que sentó las bases de un nuevo gobierno basado en un poder compartido entre protestantes y católicos. Desde entonces, la violencia decreció ostensiblemente hasta volverse residual aunque a día de hoy no haya desaparecido del todo y las heridas sigan abiertas.

No digas nada es un trepidante reportaje de investigación, en la mejor tradición del periodismo narrativo y la no ficción literaria, del periodista estadounidense Patrick Radden Keefe (1976-) sobre el conflicto violento norirlandés cuyas dimensiones morales y humanas se sondean. Arrancó de su detectivesca indagación de un crimen no resuelto: la desaparición de Jean McConville, una joven viuda de 38 años y madre con diez hijos (de entre 6 y 16 años) a su cargo, que vivía de subsidios sociales en un bloque de apartamentos de protección oficial en la parte occidental de Belfast que se había convertido en el bastión de la resistencia armada protagonizada por el IRA Provisional, fundado en 1969 y que anunció el cese definitivo de su actividad armada en 2005. Acusada en el entorno republicano irlandés, de colaboracionista con los británicos, fue secuestrada en su propia casa en diciembre de 1972 y nunca más vista con vida. Sus restos mortales se encontraron fortuitamente en una playa solitaria de la República de Irlanda cuarenta años después (2003). En 1999, en el marco de los acuerdos de paz, el IRA reconoció finalmente haber matado y enterrado en secreto a Jean y otros trece de los diecisiete norirlandeses desaparecidos en los años 70 y 80, todos ellos católicos (salvo un militar británico) y varones (salvo Jean). Hasta 2022 se habían localizado los restos de trece de ellos, doce a manos del IRA y uno del INLA, un grupo disidente suyo.

Keefe se decidió a escribir sobre el caso de Jean McConville tras leer en The New York Times el obituario de Dolours Price  (1951-2013), antigua miembro del IRA Provisional que, según reconocía en una entrevista cuya grabación se custodiaba en una biblioteca universitaria de Boston, especializada en temas irlandeses y americano-irlandeses, a comienzos de los años setenta había formado parte, junto a su hermana pequeña Marian Price (1954-), Brendan Hughes (1948-2008), Pat McClure (muerto en 1986) y otros, de los Desconocidos, un grupo de elite de la banda encargado de actividades secretas que, bajo las órdenes de Gerry Adams (1948-), muchos años después destacado protagonista del Acuerdo de Viernes Santo, había transportado a la República de Irlanda hasta el lugar convenido para su ejecución, a Jean McConville y otros civiles católicos represaliados por los Provos. Previamente, Dolours y Marian, que habían crecido en el seno de una familia activamente vinculada al IRA, habían participado en enero de 1969 en una marcha pacifista por los derechos civiles de los católicos norirlandeses, salvajemente atacada por un grupo de 300 lealistas civiles y 100 miembros de los servicios secretos de la policía del Ulster, actuando por su cuenta.

Las cintas grabadas de la entrevista con Dolours Price formaban parte del Proyecto Belfast de historia oral, un archivo secreto alojado en la biblioteca John J. Burns del Boston College de Massachusetts, que contenían grabaciones de entrevistas a más de cuarenta protagonistas de ambos bandos sectarios del conflicto norirlandés, efectuadas entre los años 2000 y 2006. Aunque estas entrevistas se habían hecho con el propósito de servir de fuente a futuros historiadores y desde el compromiso de solo hacerse públicas tras la muerte de los participantes, la revelación de algunos detalles relacionados precisamente con el asesinato de Jean McConville, hizo que las autoridades británicas reclamaran las grabaciones y acabaran ganando el pleito judicial por hacerse con ellas y desvelar su contenido.

No digas nada es el resultado de una ardua y minuciosa indagación de Patrick Radden Keefe, basada en cuatro años de investigación, siete viajes a Irlanda del Norte, entrevistas a más de cien individuos (en muchos casos testimonios inéditos), y un sinfín de fuentes hemerográficas, sobre las ramificaciones del caso de Jean McConville. Keefe nos ofrece una crónica vibrante y completa del conflicto norirlandés a partir de la reconstrucción a través de los testimonios de los protagonistas y sus entornos. Se dibuja la figura y vicisitudes de Jean McConville; se muestran las traumáticas experiencias vitales de sus hijos que, tras quedarse huérfanos, vivieron hasta su edad adulta internados en oscuras instituciones católicas norirlandesas; y se describen las trayectorias vitales y dispar evolución ideológica de los miembros del IRA implicados en el secuestro y ejecución de Jean McConville, sobre todo Dolours y Marian Price, Brendan Hughes y Gerry Adams. En las páginas de la obra, Keefe transita desde el movimiento por los derechos civiles y el giro hacia la violencia a finales de la década de 1960, hasta la batalla posterior al conflicto por conocer las circunstancias del asesinato de Jean McConville y de otros crímenes del IRA, los lealistas norirlandeses y el Ejército británico, pasando por las campañas de bombas de los Provos, la huelga de hambre de Dolours y Marian Price en 1974 y las más conocidas de presos de la banda durante el bienio 1980-1981, que acabaron con la muerte de diez de ellos y marcaron un punto de inflexión en el conflicto, el largo proceso de paz norirlandés y la oposición al mismo en el seno del movimiento republicano y, finalmente, los esfuerzos desde el Proyecto Belfast por investigar numerosos entresijos del conflicto.

No digas nada es una obra entre la historia, la política y la biografía cuyo título hace honor al código de silencio (omertà) en relación al conflicto norirlandés no del todo disipado ni siquiera a día de hoy. En efecto, tal como su propio autor ha reconocido, “fueron muchas las personas que declinaron hablar conmigo, o que accedieron y una vez puestos se echaron atrás. Parecerá extraño que acontecimientos de hace casi medio siglo pudieran provocar tanto temor y tanta angustia, pero en Belfast, como espero que deje claro este libro, la historia está viva y es peligrosa”.

Producida por el propio Keefe, se ha estrenado en 2024, con muy buena acogida de la crítica, una miniserie de 9 episodios, que pone su foco sobre todo en los victimarios del IRA para mostrar “los extremos a los que puede llegar alguna gente por sus creencias y cómo una sociedad que se dividió tanto puede convertirse de golpe en un conflicto armado, la enorme sombra de violencia radical para los afectados y los costes emocionales y psicológicos de un código de silencio” (Filmaffinity). Solo en los tres últimos capítulos de la serie se pone, siquiera parcialmente, foco sobre las víctimas, lo que ha llevado a una crítica de series televisivas de The Guardian, a calificar el relato de “cautivador pero gravemente imperfecto del conflicto norirlandés​​​​​” por mostrar “demasiada simpatía hacia sus protagonistas” y no abordar “con suficiente dureza el sufrimiento infligido por ellas”.

Siento no compartir tan severo juicio. A mi parecer, la serie ofrece, desde las exigencias del formato audio-visual, un relato complementario al del libro, que muestra, utilizando como principal hilo conductor la confesión de Dolours Price ante el entrevistador del Proyecto Belfast, el sinsentido de la lucha armada y los efectos devastadores no solo entre las víctimas sino también entre sus victimarios, de una espiral de violencia infernal durante tres interminables décadas. Los episodios finales de la serie relatan desde el ángulo del IRA, la concurrencia del Sinn Fein a las elecciones británicas de 1983 como parte de una nueva estrategia político-militar y las conversaciones de paz con el gobierno británico y otros actores, que abocaron en el Acuerdo de Viernes Santo de 1998. Gerry Adams, protagonista estelar de todo ello, se ve forzado a afrontar entonces, por una parte, una notoria disidencia interna por el nuevo rumbo político y final renuncia de los Provos a la violencia como parte de su estrategia política; y por otra, el creciente clamor de las víctimas, focalizadas en las demandas de Helen y demás hijos de Joan McConville, de que se esclarezca la desaparición de su madre, se revele el lugar donde estaba enterrada y se actúe penalmente contra Gerry Adams.

Para entonces, la presunta responsabilidad de Adams en esta y otras desapariciones forzosas había pasado de rumor a clamor, tras haberse hecho públicos los testimonios grabados de Brendan Hugues y Dolours Price, relatando sus propias actuaciones en estos y otros crímenes como destacados miembros de los Desconocidos, el grupo de “operaciones especiales” del IRA Provisional, y siempre a las órdenes de Gerry Adams como máximo responsable político. La serie dibuja el perfil de un Adams carismático, frío y calculador que, ante la perplejidad de propios y ajenos, niega hasta la saciedad su pertenencia al IRA y cualquier responsabilidad en sus crímenes. Adams acabaría siendo exonerado en términos penales, quizás más por su destacado papel en el proceso de paz y la fragilidad de este, que por la alegada insuficiencia de las pruebas incriminatorias contra él.

No puedo cerrar mi reseña de esta obra sobre el conflicto violento norirlandés –espejo en el que el mundo abertzale radical sigue mirándose– sin una consideración final en referencia al vasco. No digas nada ha puesto el foco, a partir del caso de Jean McConville, en las desapariciones forzadas, un crimen particularmente repugnante y atroz siempre. Entre los crímenes sin resolver relacionados con los años de plomo en el País Vasco-Navarro sigue habiendo siete desaparecidos cuyas familias siguen reivindicando el derecho a la verdad y a conocer el paradero de sus cuerpos: José Humberto Fouz Escobero, Jorge Juan García Carneiro y Fernando Quiroga Veiga, tres jóvenes coruñeses, residentes en Irún, que desaparecieron entre Biarritz y San Juan de Luz el 24 de marzo de 1973, presuntamente a manos de ETA al ser confundidos con policías; el dirigente de ETApm Eduardo Moreno Bergaretxe “Pertur” cuya desaparición en Behobia desde el 23 de julio de 1976 se ha atribuido, entre otros, a los Komando Bereziak de ETA y a mercenarios neofascistas italianos por encargo de un sector ultra de la policía española; Tomás Hernández, refugiado anarquista desde la Guerra Civil, desaparecido en Hendaya el 15 de mayo de 1979 probablemente a manos de mercenarios neofascistas italianos; el miembro de los Comandos Autónomos Anticapitalistas José Miguel Etxeberria Álvarez “Naparra”, cuya desaparición forzosa sin dejar rastro el 11 de junio de 1980 encontrándose su coche abandonado en Ciboure se ha atribuido a ETAm y a la organización parapolicial Batallón Vasco Español (BVE); y Jean-Louis Larre “Popo”, militante de Iparretarrak desaparecido el 7 de agosto del año 1983 en las inmediaciones del camping de Léon (Landas).

A día de hoy, las personas allegadas a estos y tantos otros desaparecidos en conflictos violentos pasados y presentes a lo ancho del planeta –lo hemos visto con las víctimas de la última dictadura militar argentina y, tristemente, seguimos viéndolo con las de la Guerra Civil española– viven atrapadas en el drama de la incertidumbre por lo que pudo pasarles y la cruel espera por encontrar sus restos para así poder cerrar definitivamente el duelo de su pérdida. Pero tampoco está de más recordar que, conforme a la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, de las Naciones Unidas (Nueva York, 20 de diciembre de 2006), ratificada por España en 2011, (1) la “desaparición forzada” es un delito de “extrema gravedad”; (2) toda persona tiene derecho a no ser sometida a una desaparición forzada y toda víctima tiene derecho a la verdad, la justicia y la reparación; y (3) la “práctica generalizada o sistemática de la desaparición forzada constituye un crimen de lesa humanidad tal como está definido en el derecho internacional aplicable”.

«Los parias de la tierra»

12 martes Abr 2022

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Aunque tienen diferencias evidentes, ETA intentó emular al IRA en algunos de sus peores atropellos. En ocasiones, de aquella copia salió una versión chapucera del terrorismo que, sin embargo, añadió más drama al asunto. En 1993, tras la Declaración de Downing Street que se leería a posteriori como el prólogo del proceso de paz, hubo diecisiete meses de tregua que el IRA rompió con un atentado en el barrio financiero de Canary Wharf, en Londres. La negociación estaba estancada y el IRA pretendió demostrar su fuerza así, con una potente bomba. Murieron dos personas, Inam Bashir y John Jeffries.

 

ETA hizo prácticamente lo mismo en la tregua del 2006, que rompió con un atentado en la terminal 4 del aeropuerto de Barajas al colocar una furgoneta bomba en el aparcamiento. La fecha, un concurrido 30 de diciembre. En esa ocasión murieron dos hombres ecuatorianos que, por no tener, no tenían ni un sitio para dormir dignamente, ya que habían pasado la noche en sus respectivos coches. Diego Armando Estacio había nacido en el barrio marginal de Machala, en Ecuador, en una casa con ladrillos desnudos y agujeros en las ventanas.

Carlos Alonso Palate fue la otra víctima que murió bajo los escombros de ese pulso sangriento que ETA diseñó. Carlos era de un pueblo de los Alpes ecuatorianos, lleno de polvo y rodeado de piedras. Picaihua se llama. Su madre viajó hasta Madrid para identificar el cuerpo de su hijo. Era la primera vez que salía de su pueblo porque, pobre hasta las cachas, era Carlos quien alimentaba a toda su familia.

En su delirio, el IRA trató además de imponer una especie de seguridad pública propia. Para ese trabajo, al que se dedicaron con mano dura, actuaban contra los robos y el consumo drogas. Pero, violentos como eran, el exceso solía imponerse a su orden.

Juzgaban como lo hacían los Tribunales Militares del franquismo: ellos eran los jueces, marcaban las normas a seguir, no cabían pruebas contrarias ni existía un esfuerzo probatorio, no había posibilidad de recurso y, por supuesto, la sentencia estaba decidida de antemano

Y, aunque las dos organizaciones tienen diferencias evidentes, en esto ETA tampoco fue muy original. En su particular estrategia de seguridad pública, se dedicó a matar a personas a las que acusaba, en la mayoría de las ocasiones sin fundamento, de chivatos o traficantes. Así fue engordando la lista de damnificados por su locura. Juzgaban como lo hacían los Tribunales Militares del franquismo: ellos eran los jueces, marcaban las normas a seguir, no cabían pruebas contrarias ni existía un esfuerzo probatorio, no había posibilidad de recurso y, por supuesto, la sentencia estaba decidida de antemano. Alguien era chivato, policía secreta o camello que colaboraba con la Guardia Civil porque ETA lo decidía, y nada más.

En 1973, ETA mató a los jóvenes gallegos Fernando Quiroga, José Humberto Fouz y Jorge Juan García porque estando en San Juan de Luz los confundieron con policías. Sus cuerpos, 48 años después, aún están desaparecidos.

En 1981, otros tres chicos jóvenes que iban vendiendo libros a domicilio en Tolosa, Pedro Conrado Martínez Castaños, Juan Manuel Martínez Castaños e Ignacio Ibarguchi, fueron asesinados al ser confundidos también con policías.

Al panadero gallego que vivía en Rentería, Cándido Cuña le intentaron matar dos veces: una en 1979 y otra en 1983. La acusación no podía ser más estrambótica: vender pan a la Guardia Civil. A Luis Domínguez Jiménez lo mataron en Bergara en 1980 por ser “amigo de guardias civiles”. En 1983, en Irún, asesinan a Lorenzo Mendizábal porque en su carnicería compraban guardias civiles. Ramón Díaz fue asesinado con una bomba lapa puesta en su humilde Ford Orion en el año 2001 porque era cocinero en la comandancia de Marina, nada más, solo por eso.

Ramón Díaz fue asesinado con una bomba lapa puesta en su humilde Ford Orion en el año 2001 porque era cocinero en la comandancia de Marina

El pueblo guipuzcoano de Pasajes es oscuro y lluvioso, hecho de inmigración y marineros. En 1985, Ángel Facal, Gelín, con 42 años, iba todas las tardes a comerse un bocadillo a un bar decadente del pueblo. Se quedaba fuera porque aprovechaba para liarse un porro y fumárselo. Delgado, con el pelo desarreglado y barba larga, Ángel caminaba por el pueblo arrastrando los pies porque su dependencia a las drogas le pesaba más que la lluvia que caía incesante. A eso se dedicaba, a encontrar algo de dinero para comprarse el bocadillo y el hachís para el día, aunque en los últimos tiempos se había pasado al caballo. El 26 de febrero, Idoia López Riaño, La tigresa, le pegó un tiro en la cabeza. Gelín ya no volvería a ese bar a comer ese bocadillo porque ETA le había acusado de ser un instrumento de la represión del Estado opresor, a él, que no tenía ni para merendar en un bar viejo de su pueblo.

Cuanto más absurda era la acusación, más miedo se generaba y más intimidatorio se volvía el ambiente. El terror actúa como un disolvente de la libertad porque en el miedo, en la cabeza gacha, es donde crece con comodidad. Esos asesinatos de gente común buscaban precisamente eso, que todos fuéramos cobardes porque la pistola y la lengua acusatoria podían apuntarte en cualquier momento.

Cuanto más absurda era la acusación, más miedo se generaba y más intimidatorio se volvía el ambiente.

Así que, entre acusaciones de tráfico de drogas y chivateo que estiraron hasta el infinito, ETA aplicó su propia justicia popular a docenas de personas. Una actitud que a veces escondía una chapuza evidente y otras, el ánimo de ejercer un control social dictatorial. Porque también los parias de la tierra estuvieron bajo el yugo de ETA.

 

Escrito por Joseba Eceolaza, miembro de Gogoan por una memoria digna

Este artículo ha sido publicado en Diario de Navarra, Diario de Noticias, El Correo y Diario Vasco.

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