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Ni paz con memoria, ni paz conciliada, ni paz positiva. Frente a estas legítimas aspiraciones, el riesgo al que nos enfrentamos la sociedad vasca es el de resignarnos a una paz sin ética.

Los últimos meses nos han dejado un reguero de homenajes a victimarios, de ataques a placas en memoria de víctimas y de declaraciones autojustificadoras que evidencian que en un sector de la izquierda abertzale hay una absoluta falta de asunción de responsabilidad por el daño causado durante décadas. Daño que rehúyen decir que fue injusto. Daño que tratan de compensar o neutralizar apelando a otros daños de diferente signo pero igualmente injustos. Daño que, incluso, vuelve a esconderse tras eufemismos como “lucha armada”.

declaraciones autojustificadoras que evidencian que en un sector de la izquierda abertzale hay una absoluta falta de asunción de responsabilidad por el daño causado durante décadas

Los últimos meses si algo se ha evidenciado en nuestra tierra es que la decisión de ETA de poner fin a su acción respondió a un mero cálculo táctico. A una cuestión de conveniencia que no de principios. Explicaba hace un par de semanas Arkaitz Rodríguez, Secretario General de Sortu, que ETA dejó de matar porque “el accionar violento no iba a lograr que se reconociese el derecho de autodeterminación”. Así explicado, su decisión en ningún caso respondió a la empatía con las víctimas o por sentir el enorme daño causado. Tampoco respondió al respeto a la voluntad mayoritaria de la ciudadanía vasca. Y ni mucho menos al convencimiento de los derechos humanos.

Esa ausencia de una dimensión ética en la decisión de abandonar la violencia, es la que se está manifestando estos últimos meses. Se manifiesta cuando no se duda en homenajear a personas con terribles historiales a sus espaldas. Esa ausencia de una dimensión ética es la que impide un acto de consenso el 11 de marzo para reconocer a todas las víctimas del terrorismo. Es la misma ausencia que impide avanzar en la ponencia de paz del Parlamento Vasco y construir una memoria compartida de nuestro pasado reciente.

Esa ausencia de una dimensión ética en la decisión de abandonar la violencia, es la que se está manifestando estos últimos meses. Se manifiesta cuando no se duda en homenajear a personas con terribles historiales a sus espaldas.

Es imposible obviar que la cultura de la violencia es una de las raíces de la violencia directa. En Euskadi hemos dejado atrás la parte más evidente y dolorosa, pero aún hoy perviven actitudes y discursos que extienden un sutil (o no) manto legitimador de aquel pasado. Con menos intensidad, con menos apoyo social… pero pervive precisamente en un sector notable y de ‘notables’ de la izquierda abertzale. Es evidente que ese manto legitimador resulta imprescindible para mantener tranquilas algunas conciencias. Porque esto va precisamente de conciencia: de empatizar con el “otro”, con la injusticia y el sufrimiento ajeno. De ahí que, muchas veces, los avances los protagonizan quienes también sufren. Las positivas declaraciones de la portavoz de Etxerat sobre los ongietorri son una buena muestra de ello.

El proceso de construcción de la paz en nuestra tierra está en esa fase que Johan Galtung identificaba como “re-culturación posterior al daño cultural”. Tenemos el reto de dotarnos como sociedad de una nueva cultura de la convivencia que excluya y proscriba el uso de la violencia. Nos hallamos aún en esa ardua labor de lo que Gesto por la Paz llamó la deslegitimación social de la violencia. Una tarea clave como garantía de no repetición de un pasado oscuro. Y es que cualquier resquicio que dejemos hoy en la deslegitimación de la violencia, ya sea porque no es unánime o porque es ambiguo, mañana será un potencial resquicio para que alguien vuelva a creer que es un medio válido para lograr fines políticos.

Tenemos el reto de dotarnos como sociedad de una nueva cultura de la convivencia que excluya y proscriba el uso de la violencia.

Y como suele ocurrir, las grandes tareas no admiten atajos. En esto es imprescindible que las instituciones, los partidos políticos, los agentes sociales y la sociedad civil organizada pongamos las luces largas. Es momento de tener firmeza y no ceder a la tentación de reconstruir la convivencia con prisas y pies de barro. Y al mismo tiempo toca tender la mano de forma sincera para que ese sector de la izquierda abertzale, más pronto que tarde, incorpore la dimensión ética de la paz que anhelamos la mayoría de este pueblo. Una incorporación que no admite ambigüedades. Una incorporación que no será más nítida por convertir determinadas palabras en fetiches o en un nuevo Rubicón, sino por asegurar la sinceridad del tránsito de una cultura de la violencia a otra de los derechos humanos que permita asentar una convivencia con una memoria digna.

Sergio Campo Lladó, consultor social y miembro de Gogoan, por una memoria digna

Este artículo se publicó en septiembre en El Correo